En la
Antigüedad, y hasta los tiempos clásicos, todas las figuras de cuadros y
relieves se situaban en el mismo plano, sin profundidad. Los objetos
destinados a servir de fondo, paisajes, montañas, etc., se colocaban a
distintas alturas, por franjas. Así, los objetos más lejanos se situaban
en las franjas superiores y los más cercanos al observador, en las
franjas inferiores. Las nociones de perspectiva o de volumen no se
reflejaban en el arte.
Tumba de Nebamun, 1400 a.C. (Egipto). Observemos cómo los personajes se sitúan por franjas.
Los
bizantinos fueron los primeros que intentaron recoger el volumen y la
distancia en sus representaciones artísticas. Observaron que, a medida
que se alejaban, las figuras parecían disminuir. Por eso daban mayor
tamaño a las figuras que debían ocupar el plano inferior del cuadro, las
más cercanas al espectador, y las de la parte superior, que se suponían
más alejadas, de un tamaño menor. Aunque aún prevalecían otros
criterios, por ejemplo: cuanto más importante era el personaje, mayor
tamaño tenía en el cuadro.
Arte
y ciencia se dieron la mano por primera vez durante el Renacimiento, y
se fue imponiendo el sistema óptico, que intentaba imitar la visión
humana. De este modo, aplicando los conocimientos de Geometría de
Euclides, se formularon los primeros principios de perspectiva en el
arte, que establecían un punto central de convergencia en los cuadros,
como en nuestra propia visión.
Otra
consecuencia es que los objetos disminuyen de tamaño a medida que se
alejan del espectador. Pero pensemos en cómo vemos las cosas: más
borrosas y con contornos menos definidos a medida que se alejan. De modo
que otra forma de introducir la perspectiva en cuadros y relieves,
durante los siglos XIV y XV, consistía en difuminar trazos y colores en
los objetos que servían de fondo.
La última cena. Leonardo da Vinci, 1497
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